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lunes, 14 de diciembre de 2009

Pekin-Paris 1907 (parte I)


Primera Parte de una de las aventuras más increibles de la historia del automovilismo. A travez de decenas de miles de km excentricos aventureros se lanzaron a la conquista de Asia en sus "carretas sin caballos".
La China, a pesar de su inmensidad territorial y demográfica, así como de su próspera proyección económica, no goza de un panorama automovilístico de relieve. El Gran Premio de la China de Fórmula 1 es una palmera del oasis rodeado de desierto; de todas maneras esta ‘irregularidad’ dentro del arenal poco a poco va creciendo impulsada por la presencia de una imponente plataforma de operaciones como es el Circuito Internacional de Shangai. Es así como se entiende la llegada de categorías de alto grado mediático como son la GP2 Asia, la A1GP o las Speedcar Series. De competiciones nacionales, sin embargo, ni en Shangai ni en cualquier otro punto de la amplia geografía china: nada. Macau, con el WTCC y la famosa prueba de F3 cuya parrilla la forman participantes llegados desde todas las esquinas del globo terráqueo, es la segunda singularidad; su relación con la República Popular China, no obstante, también lo es.
Y qué decir de su inexistente experiencia en el mundo del motor: no ha habido (casi) ningún evento cuya importancia haya podido –al menos– cruzar los Urales para plasmarse en la prensa del viejo continente. Para encontrar uno hay que remontarse más de cien años atrás, en 1907, en pleno auge de las carreras de automóviles entre ciudades… o, mejor dicho, entre París y una segunda ciudad. Francia era, desde el último lustro del siglo XIX, la capital del automovilismo. Todos los proyectos nacían o morían en territorio galo, pasando por la construcción de máquinas, la organización de pruebas o la creación de nuevos elementos técnicos como puede ser el (tan vulgar en nuestros días) neumático.

Es bajo estas circunstancias de prosperidad y bonanza que un grupo de entusiastas del ‘automóvil sin caballos’ decidió, ya en 1907, recorrer el largo trayecto que unía (y une) Pekín con París. Todo bajo la supervisión del periódico galo Le Matin, promotor desde sus páginas de tan descabellada aventura. El proyecto fue recibido con entusiasmo, varios fueron los que respondieron a tal iniciativa; al final, sin embargo, la lista de participantes se redujo sensiblemente hasta terminar siendo cinco los nombres en ella anotados.
Godard, con un Spyker decorado con la tricolor holandesa; las parejas Cormier y Goubault, y Colligon y Rigal, con las dos (aparentemente) frágiles Dion-Bouton; Pons y Faucaud, por su parte, con el sólido pero a la vez ligero e incómodo triciclo Contal; y ya por último el príncipe Borghese a lomos de un soberbio Itala.

La gente de Le Matin llevó a cabo, durante tres meses, todos los preparativos de la carrera… al menos los que estaban a su alcance, y es que no hay que olvidar que son varias decenas de millar los kilómetros que separaban el punto de salida con la meta. Organizaron el transporte de los automóviles hasta la China y se preocuparon por el seguido de permisos y visados necesarios para atravesar los países por los cuales discurriría la carrera. De medidas de seguridad durante el recorrido, ninguna: los participantes jamás irían protegidos dada la extensión del trayecto y las lagunas espaciotemporales entre corredores que se iban a crear. Una cosa era segura: la fecha de salida de Pekín sería el 10 de junio. ¿La de llegada? Una incógnita, aunque sin duda varias semanas después.

La comitiva del viaje –conductores, acompañantes, conocidos, periodistas, etc.– se congregó en el puerto de Marsella para emprender la aventura. ‘Océanien’ era el nombre del navío que iba a transportarles tanto a ellos como a los automóviles –alojados en amplias cajas de madera, dentro de la bodega, cargadas con especial atención por la Compagnie de Messageries Maritimes– desde la Provenza hasta la zona costera de Shangai.

La travesía fue duradera. Los viajeros gozaron de tiempo para conocerse, para visitar los distintos enclaves donde el buque atracaba, para organizar abundantes y jugosas comilonas, para celebrar bailes, cotillones y veladas de todo índole, etc.

De entre todos los allí presentes sobresalía Charles Godard. Era el piloto de la máquina holandesa Spyker –sí, la misma marca que, cien años después, ha abandonado el circo de la F1– aunque, en el barco, era más conocido por su habilidad por hacer y deshacer eventos: cualquier actividad lúdica que se organizara había tenido que pasar por sus manos. Todos, capitán incluido, estaban –en cuanto a ocio se refiere– a sus órdenes, a su zaga. En el aspecto deportivo, su participación estaba siendo una osadía en toda regla: embarcó en dirección a Pekín con escasas cantidades de presupuesto y recambios, y sin ningún tipo de preparación ni de estudio del terreno por el que iba a transitar. Se trataba de un personaje cuya visión futura se limitaba a pocos días vista, ¡y a pesar de ello siempre terminaba haciéndose con lo que quería! Fortuna, ‘savoir faire’, dominio del arte de la improvisación, etc., o un cúmulo de todo ello, debían ser las razones que le conducían hacia una vida tan imprevisible pero a la vez hilarante. A modo de ejemplo: la expedición hasta tierras asiáticas se la estaba sufragando mediante la venta de algunos de los enseres de su automóvil –léase, entre otros, los neumáticos–. Pero, ¡atención!: a pesar de esta delicada situación se permitía el lujo de viajar en primera clase. Lo dicho, prevalecía el presente.

También se vivieron situaciones incómodas como fue, por ejemplo, el tener que digerir la presencia de una tempestad de arena que se dilató durante más de dos días en su paso por aguas egipcias. Era el llamado ‘Khamzin’, intensas ráfagas de viento acompañadas de polvo que retumbaban en los camarotes hasta el punto de truncar el descanso de los pasajeros. La situación límite se vivió de noche cuando, harto de absorber arena, l’’Océanien’ se atascó en el canal de Suez: la cubierta estaba llena de ésta cual dunas. No fue hasta la mañana siguiente, tras haber amainado ligeramente la brisa, que –con la ayuda de remolcadores– la nave pudo retomar la marcha.

Al ‘Khamzin’ egipcio le relevaron los buceadores yibutianos de la Somalia Francesa –actualmente Yibuti–, los cocoteros de Ceilán –Sri Lanka en nuestros días– o los jardines balsámicos de Singapur. El trayecto, aunque largo, gozaba de numerosas paradas que permitían fraccionar la monótona vida de crucero.

La visita a Saigón –actual Ho Chi Minh, Vietnam–, capital de la Indochina francesa, fue una de las más aclamadas por la comitiva de la expedición. Tanto por la bienvenida de sus máximos responsables como por la ciudad. Las fiestas, banquetes, recibimientos, etc. se sucedieron sin descanso. Fue en uno de ellos, en el Palacio del Gobierno General de la Indochina, donde la aventura se personificó alegóricamente en la figura de Hércules: “este raid no es más que el decimotercer trabajo de Hércules”, vinieron a ser las palabras de una de las autoridades locales. Aquello que se estaba germinando, por consiguiente, podría acabar siendo una auténtica proeza.




Las siguientes paradas fueron Hong-Kong y, por fin, Wounsoung, una zona marítima cercana a la ciudad de Shangai. Era la llegada a destino. Desde allí debían hacerse múltiples trasbordos: primero para transportar el equipaje –automóviles incluidos– hasta el puerto propiamente de Shangai, donde estos serían embarcados en un vapor costero de propiedad alemana y nombre Almiral von Tirpitz dirección Tientsin. La comitiva, por su parte, se desplazaba en paralelo en un segundo navío.
Los problemas volvieron a arreciar en Talou, donde la llegada del von Tirpitz (y de los coches) se demoró en exceso. Sus propietarios, exasperados por la falta de noticias, esperaron testarudamente hasta la medianoche, momento en que se les informó de la inminente aparición del vapor. Al fin podrían descerrajar las cajas que, desde Marsella, albergaban las máquinas… o eso era, cuando menos, lo que debió pasarles por la cabeza antes de que conocieran la enésima traba a sobrellevar: los automóviles se encontraban en el fondo de la bodega del barco, franqueados por un sinfín de sacos de harina, de modo que la descarga de todo el material se postergaría algunas horas.

La mañana siguiente, a primera hora, la actividad alrededor del von Tirpitz seguía siendo frenética. Las grúas no cesaban en su faena hasta intuirse en lo recóndito de la bodega la serie de herméticas cajas de madera cuyo interior escondían los automóviles del raid.
Por su parte al bueno de Godard se le sucedían las dificultades, y es que mientras desempolvaban su Spyker la compañía de transportes le reclamó un pago por valor de varios millares de francos. Tuvo que ser el propio cónsul holandés quien deshiciera el enredo sufragando todas las deudas de su paisano. Ahora sí, las máquinas ya habían pisado suelo asiático. Pero todavía no podían ver la luz dado que les esperaba el último de los trayectos: el que les iba a llevar, vía ferroviaria, hasta la capital china. Para ello las cajas tenían que ser trasladadas –o, mejor dicho, arrastradas– por obreros –en la época conocidos como ‘coolies’– hasta la estación de Tientsin.

El trayecto con destino a Pekín, no obstante, les deparó una nueva sorpresa: el contrato de transporte de la organización no detallaba el uso de las plataformas para albergar los coches. Tras arduas negociaciones protagonizadas por un intermediario que supo aprovecharse de la situación, las máquinas pudieron ser cargadas. Por una parte una Dion-Bouton y el triciclo Contal; por la otra, la segunda de las Dion-Bouton y el Spyker. Dos a dos, en vagones distintos.
Tras veinticuatro complicadas horas, las existentes entre la descarga del material del von Tirpitz y la resolución del ‘affaire’ ferroviario, todo estaba dispuesto para que la mañana siguiente el tren partiera dirección Pekín con toda la comitiva. Pero las cosas, una vez más, no serían sencillas.

Un eje excesivamente caliente. Esta era la razón que adujo a los responsables del convoy a separar una de las plataformas del resto. Casualidad o no, en ésta (la descolgada) se encontraban una Dion y el Contal. Pero de ello los participantes del raid no supieron nada hasta su llegada -¡al fin!– a Pekín. Fue en la misma capital donde, estupefactos, comprobaron que se había perdido parte del ferrocarril y, con ello, las pertinencias de algunos.

Con el arribo a la capital, de todas maneras, los trámites se agilizaban al tener a su alcance a quienes requirieran. Así se entiende que, sin demasiado dilación, el señor Bapst –ministro francés para la China– les comunicara que se recuperarían las máquinas extraviadas la jornada siguiente.
El domingo 2 de junio, a falta de ocho días para que se diera el pistoletazo de salida del raid, los coches se encontraban en Pekín. Sin más contratiempos el vagón descolgado había llegado a la estación de Pekín, donde descansaba el resto del convoy.

El siguiente paso era la apertura de las cajas que contenían las máquinas. Una destacamento de soldados se encargó de dicha labor. Poco a poco todos los automóviles fueron viendo la luz: primero fue el Sypker, al que le siguieron las Dion-Bouton. El primero de ellos, el 15 caballos de Godard, se despertó con las gomas puestas, de manera que –tras un breve repostaje gentileza de Collignon– pudo iniciar el camino hacia el cuartel francés Voyron, donde les esperaba una agradable recepción. Las Dion, por el contrario, debieron montar los neumáticos. El triciclo Contal, por su parte, no fue liberado de su receptáculo dado que se encontraba del todo desmontado; es por ello que se decidió de arrastrarlo mediante arneses –tal y como se había hecho en Tientsin– hasta el cuartel.El príncipe Borghese, con su soberbio Itala, les había estado esperando en Pekín desde hacía una semana. Durante este tiempo preparó, junto a su fiel mecánico, hasta el último detalle del interior de la máquina. No quería dejar nada para la improvisación.

Durante la siguiente semana los participantes aguardaron en la capital a la espera de la salida. Esos días sirvieron para una correcta puesta a punto de las máquinas, así como para estudiar de primera mano el relieve de la primera etapa. Precisamente con éste propósito Borghese y Collignon se acercaron a caballo hasta los cerros colindantes a la Gran Muralla.
Los corredores, además, a menudo asistían a fiestas celebradas en su honor por parte de la alta sociedad local. En otras ocasiones también se reunían para centrarse en el raid, aportando consejos, puntos de vista, opiniones, etc. Una de estas tertulias se llevó a cabo en la Banca Ruso-China –el director de la cual era un entusiasta del proyecto Pekín-París–. Fue durante el transcurso de ésta que se informó a los allí presentes de la negativa por parte del ministerio de asuntos extranjeros (el Wai-Wou-Pou) de concederles el pasaporte que les permitiera entrar en territorio mongol.

A raíz de esta noticia en la sala hubo disparidad de impresiones. Los más pesimistas, como los pilotos de las Dion-Bouton (Collignon y Cormier) hablaban de dejar los automóviles en suelo pekinés hasta el año siguiente, cuando se celebrara una hipotética segunda edición del raid. Otros, como Borghese o Godard, se mostraban convencidos de su marcha el 10 de junio, con o sin autorización.

La postura tan evasiva del gobierno asiático desorientaba a los miembros de la comitiva. “¿Por qué tantas trabas?”, se debían cuestionar. Quizás el ministerio de asuntos extranjeros consideraba esta carrera (en la realidad meramente lúdicodeportiva) como una vía de sondeo con el fin de encontrar nuevas sendas que enlazaran Rusia con China para invasiones futuras. Aunque rocambolesco, era una opción válida.
El encargado de enmendar tal embrollo fue un astuto Bapst –ministro francés para la China–, quien hizo uso de sus mayores contactos para poder acercarse al príncipe Ching. Éste no aducía movimientos estratégicomilitares como se apunta líneas más arriba, sino que se mostraba preocupado por la falta de seguridad de la comitiva en su paso por Mongolia. Algunas tribus locales, según el propio príncipe, achacarían a la magia el movimiento de los automóviles, de manera que les atacarían con ferocidad. Al final una vuelta por la ciudad a lomos de la Dion-Bouton bastó para que Bapst convenciera a Ching: la entrada a Mongolia había dejado de ser un problema.

El siguiente tema a tratar era el ‘cómo’ de la salida. Quería hacerse algo solemne que, sin embargo, también llamara la atención a la gente de a pie que hallara por azar la comitiva en ruta. Para ello se acordó la presencia de una banda de música de la infantería que actuaría tanto los momentos antes de la partida, desde el cuartel Voyron, como durante los primeros kilómetros de recorrido por las calles pekinesas. Las vías por las que transitarían en este primer tramo, además, iban a ser cortadas y acondicionadas mediante el riego de la superficie con el fin de evitar incómodas polvaredas.

Es así como, ¡por fin!, se alcanzaba la fecha señalada por todos: el 10 de junio. La famosa Pekín-París debía ponerse en marcha, con puntualidad, a la una de la tarde hora local. En el cuartel colonial francés, no obstante, el ambiente se podía calificar de bullicioso desde muchas horas antes: los participantes –Godard, Borghese, Cormier, Collignon, etc.–, las autoridades –embajadores de Estados Unidos, Rusia o Japón, el propio Bapst y un representante del ministerio de asuntos exteriores chino–, los militares anfitriones galos, la banda del decimoctavo colonial, los aficionados, los curiosos, los perdidos, etc., muchos eran los allí reunidos bajo numerosas banderitas y guirnaldas. Para una todavía mayor atracción de público se optó por exhibir en un patio interior todos los automóviles participantes. Bueno, todos no: faltaba el Itala de Borghese, el cual se encontraba en el exterior del edificio entre infinidad de almas que lo rodeaban con perplejidad. Bien podría ser que sirviera de promoción, de aperitivo para que los indecisos acabaran cayendo en la tentativa de acceder al cuartel y sumarse a la fiesta.

La cuenta atrás se inició con la interpretación de la Marsellesa. Eran instantes de despedidas, encajadas de manos, abrazos y besos. Fue entonces cuando una señora de apellido Boissonnas –esposa de un alto cargo de la legación gala– ofreció, previo aviso de Redelsperger –a quien Bapst había encargado la preparación de la ceremonia–, la salida de la prueba; para ello se sirvió de una botella de champán que rompió en el chasis del robusto Itala de Borghese. Era el pistoletazo inicial. El tronar de los motores podía empezar a asaltar el cielo pekinés.

El primer tramo de la etapa, como se ha comentado, serviría para despedirse de las gentes con la que la comitiva había convivido la última semana. Por consiguiente se trataría de un mero paseo, con el hilo musical del decimoctavo colonial de fondo, a modo de agradecimiento y homenaje.
El primero en partir fue Borghese, seguido de Godard, Cormier, Collignon y Pons. El recorrido urbano, realizado a baja velocidad, fue un auténtico éxito. El pueblo pekinés respondió ante la oportunidad de vivir algo único, el poder comprobar con sus propios ojos de la existencia de máquinas no propulsadas por caballos.

Es así como cruzaron distintos barrios de la capital china. El punto final de esta moderada marcha se produjo cuando los componentes de la banda, de forma armoniosa, fueron retirándose de la senda de los automóviles. En esos instantes los automóviles aliviaron parte de su carga dado que, de ellos, bajaron conocidos y familiares con los que los conductores habían querido compartir las emociones de la despedida del pueblo pekinés.

Finalmente, entre el clamor de sus íntimos y de los ‘omnipresentes’ músicos, los cinco intrépidos –junto a sus fieles acompañantes– emprendían rumbo hacia París. Si el viaje de ida, teóricamente un trámite, ya les había deparado infinidad de sorpresas y anécdotas, ¡cuantísimos contratiempos podrían acecharles durante la Pekín-París!

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