Un relato veridico de la carrera de Spa, en la queencontró la muerte el joven Dick Seaman, contada por el gran Alfred Neubauer, Director de carreras de Mercedes.La zona del accidente que se describe, es la misma que se puede ver durante la transmisión de las carreras hoy en dia. Son los árboles del fondo, cuando toman La Source.
El 25 de Junio de 1939 habría de ser un día que jamás podré olvidar.El tiempo está gris y neblinoso. Poco puede verse del hermoso paisaje de las Ardenas. Cae sin cesar una fina llovizna. Diez mil espectadores orlan desde muy temprano el circuito triangular de Francorchamps, donde se corre el Gran Premio de Bélgica. Uno de cada dos es alemán. Con tren, con omnibus, con autos, hasta con bicicletas, los mirones han venido desde la cercana Renania, atravesando la frontera. A pie firme, aguardan todos el momento de la salida, protegidos bajo los paraguas, los toldos o los impermeables veraniegos.
El punto de partida está situado en un lugar poco favorable, porque la carretera ofrece una pronunciada pendiente, y los coches pueden rodar por sí solos.Y el que atraviese antes de tiempo la linea blanca, será castigado con un minuto de penalización por cada segundo que avance. Lo cual significa que habrá perdido la carrera antes de comenzarla.
Los coches de carreras poseen también, naturalmente, un pequeño freno de mano. Pero en el momento de la salida todo se desarrolla en décimas de segundo. Y los conductores tienen las manos y los pies demasiado ocupados: la mano izquierda en el volante, la derecha en la palanca de cambio, el pie izquierdo en el embrague, el derecho en el acelerador. No les queda con que accionar un freno de mano firmemente echado.
Yo he discurrido una diablura: pienso introducir pequeños tacos de madera bajo las ruedas delanteras. Pero mis mecánicos, esos linces de muchachos, se las saben todas. “La madera se rompe en astillas”, me dicen, “y eso puede resultar peligroso para los neumáticos.
Pongamos tiza mejor...Cuando las ruedas pasen por encima la convertirán en polvo...” Y así lo hacemos.Faltan todavía tres minutos para la salida. Llueve con creciente intensidad. Esto puede resultar de primera. El recorrido de hoy, con su resbaladizo macadam de asfalto, rebosa de peligrosas artimañas incluso con buen tiempo: calzada estrecha, cuestas, pendientes súbitas, curvas cerradas... ¡Ojalá vaya todo bien hoy!
Los mecánicos están ya en sus puestos: por cada corredor, tres hombres. Los gatos, los neumáticos de repuesto, las herramientas...todo está preparado. Detrás, en nuestro box, están las mujeres. Lydia Lang y Erika Seaman conversan animadamente. Hablan de la nueva moda y de una receta para hacer unas estupendas pastas. Tienen sus preocupaciones...
Los puestos de partida han sido sorteados ya. En primera fila deslumbra, rojo, el Alfa del doctor Farina. Junto a él Hermann Lang, y luego el Auto-Union de H.P. Müller. Dick Seaman ha pescado un puesto en la segunda fila. Se vuelve y hace un gesto un tanto burlón a los que están situados detrás de él: Caracciola y, todavía una fila más atrás, Manfred von Brauchitcsh.
Las catorce horas y treinta minutos. El banderín de salida se abate. La carrera ha comenzado.La tiza ha funcionado a la perfección. Lang arranca bien. Pegado a Müller, toma como una flecha la primera curva mientras que los demás, les siguen apretadamente. Hay trece coches en la carrera.¿Trece? ¡Santo Dios! No soy supersticioso, como saben ustedes ya. Pero ... ¡ nuestro Dick! Para él, todo en ese día es 13.
La edad : 26 años; el número de salida : 26 ; y 26 si Pitágoras no miente, es 13 multiplicado por 2. Su nombre figura con el número 13 en la lista anunciadora de participantes. Su año de nacimiento es 1913. Y por si fuera poco..., 13 coches en la carrera. Me pesco a mi mismo tocando madera; aunque yo no doy crédito a semejantes patrañas..., en definitiva no hace daño a nadie.
Por lo demás, casi todos los corredores temen el número 13 y al maligno 7. Por ello, en la mayoria de las carreras sólo se utilizan números pares para determinar el orden de salida. Estamos ya en la tercera vuelta. Müller sigue en cabeza. El muchacho ha tomado cierta delantera, pero Lang va pisándole los talones. Cincuenta metros, cuarenta ... En la peligrosa curva de Stavelot se dispone a adelantarle. En vano lo intenta. Tampoco lo consigue la segunda ni la tercera vez. Müller no le deja pasar. Maldita sea..., ¿es que no le da la gana? ¿Acaso no ve a su seguidor en el espejo retrovisor?
Cuarta vuelta : de nuevo intenta adelantar Lang y , una vez más, Müller no le deja libre la calzada. Es como para volverse loco. Lang empieza a sentir una rabia fría y sorda. Su máquina es más rápida y mejor. Pero no logra pasar delante...
Quinta vuelta: el campo y el cerco se van estrechando detrás de Müller. Detrás de Lang va Caracciola, luego Seaman. Dentro de poco, todo nuestro escuadrón se colocará en columna detrás de Müller.
Sexta vuelta : Lang amenaza con el puño, cuando cruza por delante de nuestro box. Es la señal que significa : “ Me obstaculizan deliberadamente”. Yo crujo de rabia. ¿Es que los delegados y los jueces deportivos están dormidos? Me lanzo hacia el primer delegado que encuentro. Es un hombrecillo enteco, con los ojos tristes y un bigote ralo bajo un sombrero hongo.
-¡Señor mío!-aúllo yo, dominando el estruendo de los compresores-. ¿Acaso no ve usted que Müller nos está obstaculizando? ¡Enséñele usted la bandera azul!
La bandera azul significa : “Apartese a la derecha. Deje paso”. Si con esto no basta, se agitará la bandera negra, que significa: “Detengase. Primera amonestación”.
-Mais oui- rezonga el hombrecillo del hongo, y me mira con perplejidad. Este caballero, cuya profesión es , sin duda alguna, empleado de Hacienda, no tiene ni la más remota sospecha de lo que son las carreras automovilísticas.
Séptima vuelta: el grupo de cabeza cruza como una exhalación. Hay cuatro coches que corren pegados uno a otro : Müller, Lang, Caracciola, Seaman. El hombrecillo agarra la bandera. Pero tiene el encendido retrasado. Cuando alza el gallardete, Müller ha pasado de largo ya. Y a quien enseña la bandera es justamente... a Lang.¡Es para desesperarse! Suelto todas las maldiciones que me vienen a la boca.-¡Caballero – digo - , yo me encargaré de enseñarle a usted cuándo debe levantar el banderín!Me coloco junto a él. No quito ojo a mi reloj. Sé cuántos minutos y segundos necesitan los corredores para dar una vuelta completa al circuito. Voy leyendo en el reloj y calculando el momento en que deberán pasar de nuevo por delante de nosotros.El reloj prosigue su tic-tac.
- ¡Allí! Un muro gris de agua, y en medio de él dos espectros plateados...
- ¡ Ahora ¡ digo, dando un golpe al comisario, que casi deja caer el banderín al suelo por el efecto del susto. Pero el alma se me cae a los pies. Sólo han pasado dos coches por delante de nosotros. Seaman delante de Lang. Falta Müller. ¡ Y falta Caracciola! ¿Qué ha ocurrido?
En esta novena vuelta, Lang se ha hartado. No ha conseguido pasar a Müller. Que los demás prueben suerte a su vez. Avisa con un gesto a Caracciola y a Seaman, les hace la señal: “¡Adelantadme!” Y les deja pasar.Caracciola, campeón de las carreras bajo la lluvia, inicia el ataque. Rueda ahora justamente detrás de Müller. Temerario y resuelto, zumba ciñendose a las curvas. Verdaderos chorros de agua salpicada azotan su rostro.
Llegan a la curva de Stavelot. Cerrada, estrecha , peligrosa. Müller se abre mucho para tomarla. Inmediatamente tras él, sigue Caracciola. En este instante, ve una oportunidad de adelantarle por la derecha. Aprieta el acelerador..., pero en ese momento las ruedas traseras comienzan a resbalar y patinan.Desesperado, Caracciola gira el volante en sentido opuesto, intenta contrabalancear el deslizamiento oblicuo del coche...¡En vano todo!
El coche patina diagonalmente sobre la calzada, derriba una valla de alambre, atraviesa un seto... y va a detenerse en una pradera empapada de agua y fangosa.Para Caracciola se ha terminado la carrera. Cubierto de suciedad de pies a cabeza, empapado de agua, pálido, regresa a los boxes. El accidente le ha dejado un extraño vacío en el estómago.Justamente después de esta desgraciada maniobra de adelantamiento, el coche de Müller tiene una avería en el motor.
Müller pierde terreno decisivamente.En la vuelta número doce, Seaman va el primero, delante de Lang. Seaman conduce como el mismisimo demonio. Diestro, mesurado, elegante... y arrogante. En las curvas utiliza una artimaña audaz. La calzada está bordeada a ambos lados con adoquines. En las curvas, Dick conduce con la rueda delantera interior fuera del borde de la carretera por apenas el ancho de un neumático, se afirma con el canto o cara interior de esta rueda tras los adoquines, y deja que esta rueda vaya guiándole a lo largo de la curva. Y cada vez que lo hace gana unos preciosos segundos. Es un juego audaz, peligrosísimo...Georg Meier vuelca con su coche Auto-Union en la vuelta catorce,en la número diecisiete, Dick Seaman y Hermann Lang se detienen casi al mismo tiempo ante los boxes. ¡Gasolina, neumáticos nuevos! Todo está preparado. Los mecánicos trabajan febrilmente, como en trance, casi olvidados de respirar por efectos de la terrible tensión de nervios. Más de uno se me ha caído al suelo redondo en circunstancia semejante.
Todo se desarrolla como en el campo de instrucción militar.Con el motor apagado-para que no se engrasen las bujías-, el coche rueda los últimos doscientos metros hasta llegar a los boxes y se detiene justamente en el lugar indicado para hacerlo, con precisión de centímetros. Esto es más importante de lo que parece, porque si se pasa de este punto, aunque sólo sea por medio metro, el conductor deberá arreglárselas el sólo para empujar el coche hacia atrás. Nadie podrá ayudarle a hacerlo.
Seaman y Lang son un par de zorros viejos. Ambos se detienen en el punto exacto. Por cada coche hay tres mecánicos. Cada uno de sus pasos, cada uno de sus gestos y de sus movimientos, está ensayado, hasta que son capaces de repetirlos en sueños. El mecánico número uno prepara la rueda trasera izquierda, el número tres suministra al conductor unas gafas limpias, un pedazo de gamuza para que limpie el parabrisas y un vaso de agua, para recobrar fuerzas. Después se encarga de llenar el depósito de gasolina. Entre tanto, los mecánicos uno y dos levantan el coche. Uno cambia la rueda trasera izquierda, otro la derecha. Y el número uno salta ya hacia delante, acciona el encendido eléctrico, el motor ruge de nuevo...Miro el cronómetro : 25 segundos...Lang es el primero en salir disparado. Treinta segundos... Ahora está listo Seaman para partir. El tapacubos de la rueda trasera derecha estaba agarrotado, y esto ah costado unos preciosos segundos. Una vuelta más tarde, Dick está de nuevo en cabeza.
Vuelta número veintidos: todavía faltan otras trece para que termine la carrera. Otra vez ese maldito trece. Siento flojera en el estómago. Dick Seaman conduce en cabeza..., cincuenta metros por delante de Hermann Lang. los automóviles se hacercan a la curva de La Source. Un Belga ha hecho donación de un premio por valor de cien mil francos para el conductor que dé la vuelta más rápida al circuito. Y Dick, el recién casado, puede necesitar el dinero. A una velocidad de 220 kilómetros por hora rueda sobre el empapado asfalto.Ahí está la curva, Hermann Lang ve como Dick se abre hacia la izquierda. Naturalmente...El truco de encajar la rueda en los adoquines. Una locura, con este tiempo y esta endiablada velocidad...Dick lucha con su coche, se aferra al volante, no logra hacerse obedecer. “¡Maldita sea!”, piensa Lang, y oprime los frenos. “¡Maldita sea!...”
Luego todo se desarrolla en pocos segundos : el coche de Dick patina, gira sobre sí mismo, se sale de la carretera...Hay un crujido terrible, un choque violentísimo. ¡Se estrella de costado contra un árbol!Pero Lang ha pasado ya de largo. Por el espejo retrovisor ve como se eleva un rojizo esplendor de fuego. Aprieta los dientes...No, ahora no hay qie pendar en ello... Cuando Dick abre los ojos, se ve envuelto por las llamas.Un fuego abrasador muerde en su rostro. Se aferra desesperadamente al volante, pero el cierre de bayoneta no cede ni se abre. Está agarrotado.
-¡Auxilio!- grita Dick, loco de dolor- ¡Auxilio!
Después no oye ni ve nada más. Espantados, los hombres fijan sus ojos inmóviles en el coche incendiado, en la blanca figura atenazada tras el volante, que se retuerce desesperadamente y luego se derrumba, el vehículo puede explotar. Nadie se atreve a prestar ayuda. ¿Nadie?...
De pronto, dos hombres se lanzan hacia delante, dos oficiales belgas. Trepan por encima del seto divisor. Las llamas lanzan hacia ellos sus lenguas abrasadoras, chamuscan los vestidos, las manos, las cejas, los cabellos. Es igual . Está en juego una vida humana. Los oficiales agarran a Dick, le arrastran del coche, lo revuelcan en la tierra empapada de agua y apagan las llamas que chamuscan su overall. En aquel momento se oye el aullido de una sirena. La ambulancia se acerca a toda velocidad. Salta de ella un hombre, con un maletín en la mano : es el doctor Gläuser, médico de carreras de la Mercedes y de la Auto-Union.
El doctor Gläuser ha visto ya mucha sangre, mucho dolor, heridas espantosas, hombres moribundos. Pero lo que ahora ve no lo olvidará en todo el resto de sus días. La cara , el busto, la parte trasera de los muslos, casi dos tercios de la superfície del cuerpo de Dick Seaman están abrasados. Y este hombre destrozado ha vuelto a la plena consciencia y grita, enloquecido por el dolor.
El médico llena una jeringuilla de inyecciones y se la aplica a Dick en un costado. Los alaridos se tornan más débiles. Minutos después, una ambulancia rueda a toda velocidad hacia la clínica de Spa.Veo que Dick falta en la vuelta número 23. Veo también la señal que hace Lang, veo su cara palidísima; y sospecho todo lo ocurrido...
Momentos más tarde los altavoces anuncian : “El coche número 26 accidentado en la curva de La Source, e incendiado, el conductor está gravemente herido”.
¡La Source...!¡Es la curva situada en el kilómetro trece!
¡Ah, número tres veces maldito!
El presentimiento de Dick no le ha engañado...Mi deseo sería correr hacia allí; pero no puedo, ni debo abandonar mi puesto. Lang y Brauchitsch siguen en la carrera. Ellos me necesitan Y la competición prosigue, vuelta tras vuelta. Envío al lugar del accidente a Hans Geier, mi ayudante.
Después me vuelvo hacia Erika; por lo menos podré ayudarla un poco a ella. Pero veo como se la llevan de allí dos caballeros. Camina muy derecha, muy erguida. Quiere ser fuerte, ser valiente... “Pobre muchacha!”, pienso yo, conmovido. “¡Dios mío! ¿por qué ha de tocarles precisamente a estos dos chiquillos jóvenes y llenos de felicidad?”
Pero enseguida desconecto, detengo mis cronómetros, anoto los tiempos de las vueltas, levanto los tablones de señales, doy órdenes. No pienso, no siento. Soy como un autómata. Vuelta número 43: faltan aún dos para llegar a la meta.
Lang va delante de Hasse, el joven gigante de la Auto-Union, y de Manfred von Brauchitsch. Miro mi reloj. En cualquier instante puede pasar Lang por delante del box. Las tablas de señales están preparadas. Los segundos corren. Pero Lang no llega.
Cinco..., diez..., quince segundos. Me pongo a rezar para mis adentros...¡Que se trate de un defecto de los neumáticos, o de una avería en el motor, pero no de otro accidente, no de otro grave!...-¡Lista la escuadra de Lang!, aúllo para distraerme a mí y distraer a los otros.
¡Preparados los neumáticos y el repuesto de combustible!, y añado, en voz mucho más baja:
Que venga el conductor reserva...
-¡Allí viene!, Quien así ha gritado es Lydia Lang. Todos sentimos que se nos quita un peso de encima. Con el motor parado, Lang rueda hasta nosotros. Desde lejos, señala ya detrás de sí, al tanque de gasolina.¡Gracias a Dios! Se trata solamente de que se ha terminado el combustible. Cuando la pista está húmeda procuramos no cargar los depósitos a tope, porque el coche sobrecargado de peso en su parte trasera tiende aún más a patinar y a resbalar de costado en las curvas.
A plena presión, el combustible es inyectado en el tanque, Lang hace girar la llave del encendido y el coche se pone en marcha. Y en ese mismo momento...En ese momento hace “glubb, glubb”. Y todo torna al silencio.
¡Faltaba esto todavía! Las últimas gotas de gasolina que quedaban en el carburador no bastan para poner el motor en marcha.
-¡Desembraga!, aúllo yo. ¡Acciona la bomba!
Pero Lang sabe perfectamente lo que debe hacer. Aprieta como un loco el acelerador, una y otra vez, para aumentar la eficacia chupadora de la bomba de la gasolina. Suelta el embrague...y el coche rueda sin el menor ruido. Veinte metros, diez más; luego comienza una pequeña cuesta arriba. Y todo se acabó. Esto significa, literalmente, perder la carrera en el último minuto.
Se hace un postrer y desesperado intento.¡Y mira por donde resuena de pronto un sordo rugido, un bramar de 300 caballos, y Lang parte disparado! Apenas cuatro segundos más tarde cruza frente a nosotros Rudolf Hasse, con su Auto-Union.
Cuatro segundos son la diferencia que existe entre la victoria y la derrota...Hermann Lang gana el Gran Premio de Belgica de 1939. Manfred von Brauchitsch queda tercero, detrás de Hasse.Pero todo carece ya de importancia para mí. La carrera ha terminado, ahora no hay más que una cosa:-¡Al hospital!-le grito a Geier-.¡Corre todo lo que sea capaz este cacharro!La habitación 39 está en el primer piso.Huele a éter y a ácido fénico.Las cortinas están echadas.En un rincón, una vela arde ante un crucifijo. En el borde de la cama está sentada una monja. Se levanta cuando Erika y yo entramos en la habitación.
Allí está Dick. Su cabeza, su torso, los brazos y las manos están cubiertos por blancos vendajes.La mano de Erika se contrae convulsivamente sobre mi brazo.Siento como tiembla de pies a cabeza.Dick está consciente. En los ojos dilatados por el dolor alumbra el reconocimiento.
-Darling-murmura con voz apenas audible-.Que bien que estés aquí ya...Los dos permanecemos mudos, como paralizados. Yo fijo la mirada en la cara del doctor Gläuser. Es una máscara. Pero su boca está rodeada por pliegues tensos y profundos. Nuestro médico no se ha apartado ni un solo instante del lado de Dick, del lado de su amigo.
-Darling-dice de nuevo Dick-.Perdóname...Te habré asustado...mucho...¿verdad?Este muchacho magnífico, espléndido, dueño de sí a pesar de los agudísimos dolores...Aunque sin duda alguna sabe perfectamente cuán grave es su estado.
Erika estalla en sollozos, incapaz de pronunciar una sola palabra. Las lágrimas corren por sus mejillas.-Bueno...-Dick jadea; su aliento es cada vez más entrecortado-.Bueno...,esta tarde tendrás..., tendrás que ir al cine tú sola...
Un grito ahogado, un sollozo. Erika se tambalea. Es demasiado. La monja la toma del brazo y la conduce afuera con todo cuidado.Yo me acerco a la cama.
-Señor Neubauer...
-Hijo, digo yo con voz ronca, mi pobre, mi querido Dick...
Me siento junto a él.Entrecortadamente, en frases fragmentarias, me cuenta uan vez más como sucedió todo.Es la vieja, la eterna canción. La conozco de memoria, de otras mil carreras. La he podido presenciar en todos los momentos de mi vida, en todos los circuitos del mundo. Un conductor inicia por noventa y nueve vez una curva peligrosa, con toda astucia y finura, y al mismo tiempo con todo género de precauciones, con una velocidad dosificada al máximo. Y en la centésima vez que la toma quiere ser un poco más rápido, conseguir un tiempo mejor todavía en la vuelta;se acerca a la curva, la inicia con idéntica artimaña, pero aprieta un milímetro más, apenas el filo de un papel, sobre el acelerador...,y se precipita en brazos de la muerte.
Dick enmudece.Solo se percibe su aliento, su jadeo. Es el ronco jadear de un moribundo. Lo conozco muy bien, desde la guerra, lo he oído a otros hombres cuya vida estaba apagándose...El doctor Gläuser me hace una señal. Salgo fuera de la habitación, de puntillas, sigilosamente.
Nos sentamos en el desierto corredor. Pálida, anegada en llanto, abrumada, Erika Seaman;junto a ella Hans Geier, mi chófer, viejo corredor también, y luego un amigo inglés de Dick. He enviado a los demás a casa a nuestro hotel. Pero tampoco ellos pueden dormir. Sentados todos juntos, hablan en voz baja, llenos de opresiva congoja. Esta noche no hay fiesta para celebrar la victoria.En estos momentos , odio y maldigo a todas las carreras de este mundo, a todos los constructores, corredores, directores técnicos...Y el último a quien maldigo es precisamente a mi mismo. Pero ante todo y sobre todo, aborrezco y execro a los coches , a esos monstruos fríos, resplandecientes, desalmados, a los que a un tiempo amamos...y odiamos. Esos condenados cacharros, de los que nadiesale con vida cuando empiezan a arder.
Y es que los coches de carreras se construyen a medida. Deben sentar igual que un traje de un buen sastre. El conductor no debe resbalar ni desplazarse de su sitio ni un solo milímetro. Por ello , la forma del cuerpo de cada corredor es reproducida por un molde de arena y luego se diseña el asiento según esta forma exacta. Del mismo modo, con tiralíneas y compás, son adaptados y montados los pedales del embrague, el freno y el acelerador, adecuándolos a cada corredor con precisión milimétrica. Así también se instala y fija el volante.En un coche de carreras moderno, se siente uno como dentro de una jaula demasiado estrecha. Todo espacio libre está aprovechado hasta el último milímetro.
No se puede montar o descender sin soltar previamente el aro del volante. Para ello, basta con un solo toque de la mano...pero, ¡ay si el cierre se ha doblado, agarrotado o roto en algún vuelco, y no es posible abrirlo! En este caso, el automóvil rodeado hasta ese instante por el júbilo y la admiración, se convierte en un homicida, como en el caso de Dick Seaman...Seguimos esperando en el corredor del hospital de Spa. Dan las diez, las once de la noche. Dick está inconsciente. Las pulsaciones se tornan más y más irregulares. ¿Podrá resistir esta noche? Nuestro médico, el doctor Gläuser, no le deja ni un solo momento.
Muy poco después de la medianoche, apenas iniciado el día 26 de junio de 1939, el doctor Gläuser sale de la habitación del paciente, pálido y trémulo. Nos levantamos todos, y fijamos en él nuestras miradas, mudos, llenos de ansiedad, llenos de angustia.
El doctor Gläuser parece como si no nos viese. Mueve apenas los labios. Y escucho sólo estas palabras:-Todo ha terminado.
Después echa a andar por el interminable corredor, lentamente, casi maquinalmente. Sus pasos resuenan, duros, contra el linóleum.
Yo sostengo entre mis brazos a Erika Seaman, la sostengo firmemente. Ella llora muda, silenciosamente. Yo sólo puedo sostenerla, pero soy incapaz de decirle una sola palabra de consuelo. Porque yo también estoy llorando por John Richard Beatie Seaman, mi amigo. Y no me avergüenzo de mis lágrimas
El punto de partida está situado en un lugar poco favorable, porque la carretera ofrece una pronunciada pendiente, y los coches pueden rodar por sí solos.Y el que atraviese antes de tiempo la linea blanca, será castigado con un minuto de penalización por cada segundo que avance. Lo cual significa que habrá perdido la carrera antes de comenzarla.
Los coches de carreras poseen también, naturalmente, un pequeño freno de mano. Pero en el momento de la salida todo se desarrolla en décimas de segundo. Y los conductores tienen las manos y los pies demasiado ocupados: la mano izquierda en el volante, la derecha en la palanca de cambio, el pie izquierdo en el embrague, el derecho en el acelerador. No les queda con que accionar un freno de mano firmemente echado.
Yo he discurrido una diablura: pienso introducir pequeños tacos de madera bajo las ruedas delanteras. Pero mis mecánicos, esos linces de muchachos, se las saben todas. “La madera se rompe en astillas”, me dicen, “y eso puede resultar peligroso para los neumáticos.
Pongamos tiza mejor...Cuando las ruedas pasen por encima la convertirán en polvo...” Y así lo hacemos.Faltan todavía tres minutos para la salida. Llueve con creciente intensidad. Esto puede resultar de primera. El recorrido de hoy, con su resbaladizo macadam de asfalto, rebosa de peligrosas artimañas incluso con buen tiempo: calzada estrecha, cuestas, pendientes súbitas, curvas cerradas... ¡Ojalá vaya todo bien hoy!
Los mecánicos están ya en sus puestos: por cada corredor, tres hombres. Los gatos, los neumáticos de repuesto, las herramientas...todo está preparado. Detrás, en nuestro box, están las mujeres. Lydia Lang y Erika Seaman conversan animadamente. Hablan de la nueva moda y de una receta para hacer unas estupendas pastas. Tienen sus preocupaciones...
Los puestos de partida han sido sorteados ya. En primera fila deslumbra, rojo, el Alfa del doctor Farina. Junto a él Hermann Lang, y luego el Auto-Union de H.P. Müller. Dick Seaman ha pescado un puesto en la segunda fila. Se vuelve y hace un gesto un tanto burlón a los que están situados detrás de él: Caracciola y, todavía una fila más atrás, Manfred von Brauchitcsh.
Las catorce horas y treinta minutos. El banderín de salida se abate. La carrera ha comenzado.La tiza ha funcionado a la perfección. Lang arranca bien. Pegado a Müller, toma como una flecha la primera curva mientras que los demás, les siguen apretadamente. Hay trece coches en la carrera.¿Trece? ¡Santo Dios! No soy supersticioso, como saben ustedes ya. Pero ... ¡ nuestro Dick! Para él, todo en ese día es 13.
La edad : 26 años; el número de salida : 26 ; y 26 si Pitágoras no miente, es 13 multiplicado por 2. Su nombre figura con el número 13 en la lista anunciadora de participantes. Su año de nacimiento es 1913. Y por si fuera poco..., 13 coches en la carrera. Me pesco a mi mismo tocando madera; aunque yo no doy crédito a semejantes patrañas..., en definitiva no hace daño a nadie.
Por lo demás, casi todos los corredores temen el número 13 y al maligno 7. Por ello, en la mayoria de las carreras sólo se utilizan números pares para determinar el orden de salida. Estamos ya en la tercera vuelta. Müller sigue en cabeza. El muchacho ha tomado cierta delantera, pero Lang va pisándole los talones. Cincuenta metros, cuarenta ... En la peligrosa curva de Stavelot se dispone a adelantarle. En vano lo intenta. Tampoco lo consigue la segunda ni la tercera vez. Müller no le deja pasar. Maldita sea..., ¿es que no le da la gana? ¿Acaso no ve a su seguidor en el espejo retrovisor?
Cuarta vuelta : de nuevo intenta adelantar Lang y , una vez más, Müller no le deja libre la calzada. Es como para volverse loco. Lang empieza a sentir una rabia fría y sorda. Su máquina es más rápida y mejor. Pero no logra pasar delante...
Quinta vuelta: el campo y el cerco se van estrechando detrás de Müller. Detrás de Lang va Caracciola, luego Seaman. Dentro de poco, todo nuestro escuadrón se colocará en columna detrás de Müller.
Sexta vuelta : Lang amenaza con el puño, cuando cruza por delante de nuestro box. Es la señal que significa : “ Me obstaculizan deliberadamente”. Yo crujo de rabia. ¿Es que los delegados y los jueces deportivos están dormidos? Me lanzo hacia el primer delegado que encuentro. Es un hombrecillo enteco, con los ojos tristes y un bigote ralo bajo un sombrero hongo.
-¡Señor mío!-aúllo yo, dominando el estruendo de los compresores-. ¿Acaso no ve usted que Müller nos está obstaculizando? ¡Enséñele usted la bandera azul!
La bandera azul significa : “Apartese a la derecha. Deje paso”. Si con esto no basta, se agitará la bandera negra, que significa: “Detengase. Primera amonestación”.
-Mais oui- rezonga el hombrecillo del hongo, y me mira con perplejidad. Este caballero, cuya profesión es , sin duda alguna, empleado de Hacienda, no tiene ni la más remota sospecha de lo que son las carreras automovilísticas.
Séptima vuelta: el grupo de cabeza cruza como una exhalación. Hay cuatro coches que corren pegados uno a otro : Müller, Lang, Caracciola, Seaman. El hombrecillo agarra la bandera. Pero tiene el encendido retrasado. Cuando alza el gallardete, Müller ha pasado de largo ya. Y a quien enseña la bandera es justamente... a Lang.¡Es para desesperarse! Suelto todas las maldiciones que me vienen a la boca.-¡Caballero – digo - , yo me encargaré de enseñarle a usted cuándo debe levantar el banderín!Me coloco junto a él. No quito ojo a mi reloj. Sé cuántos minutos y segundos necesitan los corredores para dar una vuelta completa al circuito. Voy leyendo en el reloj y calculando el momento en que deberán pasar de nuevo por delante de nosotros.El reloj prosigue su tic-tac.
- ¡Allí! Un muro gris de agua, y en medio de él dos espectros plateados...
- ¡ Ahora ¡ digo, dando un golpe al comisario, que casi deja caer el banderín al suelo por el efecto del susto. Pero el alma se me cae a los pies. Sólo han pasado dos coches por delante de nosotros. Seaman delante de Lang. Falta Müller. ¡ Y falta Caracciola! ¿Qué ha ocurrido?
En esta novena vuelta, Lang se ha hartado. No ha conseguido pasar a Müller. Que los demás prueben suerte a su vez. Avisa con un gesto a Caracciola y a Seaman, les hace la señal: “¡Adelantadme!” Y les deja pasar.Caracciola, campeón de las carreras bajo la lluvia, inicia el ataque. Rueda ahora justamente detrás de Müller. Temerario y resuelto, zumba ciñendose a las curvas. Verdaderos chorros de agua salpicada azotan su rostro.
Llegan a la curva de Stavelot. Cerrada, estrecha , peligrosa. Müller se abre mucho para tomarla. Inmediatamente tras él, sigue Caracciola. En este instante, ve una oportunidad de adelantarle por la derecha. Aprieta el acelerador..., pero en ese momento las ruedas traseras comienzan a resbalar y patinan.Desesperado, Caracciola gira el volante en sentido opuesto, intenta contrabalancear el deslizamiento oblicuo del coche...¡En vano todo!
El coche patina diagonalmente sobre la calzada, derriba una valla de alambre, atraviesa un seto... y va a detenerse en una pradera empapada de agua y fangosa.Para Caracciola se ha terminado la carrera. Cubierto de suciedad de pies a cabeza, empapado de agua, pálido, regresa a los boxes. El accidente le ha dejado un extraño vacío en el estómago.Justamente después de esta desgraciada maniobra de adelantamiento, el coche de Müller tiene una avería en el motor.
Müller pierde terreno decisivamente.En la vuelta número doce, Seaman va el primero, delante de Lang. Seaman conduce como el mismisimo demonio. Diestro, mesurado, elegante... y arrogante. En las curvas utiliza una artimaña audaz. La calzada está bordeada a ambos lados con adoquines. En las curvas, Dick conduce con la rueda delantera interior fuera del borde de la carretera por apenas el ancho de un neumático, se afirma con el canto o cara interior de esta rueda tras los adoquines, y deja que esta rueda vaya guiándole a lo largo de la curva. Y cada vez que lo hace gana unos preciosos segundos. Es un juego audaz, peligrosísimo...Georg Meier vuelca con su coche Auto-Union en la vuelta catorce,en la número diecisiete, Dick Seaman y Hermann Lang se detienen casi al mismo tiempo ante los boxes. ¡Gasolina, neumáticos nuevos! Todo está preparado. Los mecánicos trabajan febrilmente, como en trance, casi olvidados de respirar por efectos de la terrible tensión de nervios. Más de uno se me ha caído al suelo redondo en circunstancia semejante.
Todo se desarrolla como en el campo de instrucción militar.Con el motor apagado-para que no se engrasen las bujías-, el coche rueda los últimos doscientos metros hasta llegar a los boxes y se detiene justamente en el lugar indicado para hacerlo, con precisión de centímetros. Esto es más importante de lo que parece, porque si se pasa de este punto, aunque sólo sea por medio metro, el conductor deberá arreglárselas el sólo para empujar el coche hacia atrás. Nadie podrá ayudarle a hacerlo.
Seaman y Lang son un par de zorros viejos. Ambos se detienen en el punto exacto. Por cada coche hay tres mecánicos. Cada uno de sus pasos, cada uno de sus gestos y de sus movimientos, está ensayado, hasta que son capaces de repetirlos en sueños. El mecánico número uno prepara la rueda trasera izquierda, el número tres suministra al conductor unas gafas limpias, un pedazo de gamuza para que limpie el parabrisas y un vaso de agua, para recobrar fuerzas. Después se encarga de llenar el depósito de gasolina. Entre tanto, los mecánicos uno y dos levantan el coche. Uno cambia la rueda trasera izquierda, otro la derecha. Y el número uno salta ya hacia delante, acciona el encendido eléctrico, el motor ruge de nuevo...Miro el cronómetro : 25 segundos...Lang es el primero en salir disparado. Treinta segundos... Ahora está listo Seaman para partir. El tapacubos de la rueda trasera derecha estaba agarrotado, y esto ah costado unos preciosos segundos. Una vuelta más tarde, Dick está de nuevo en cabeza.
Vuelta número veintidos: todavía faltan otras trece para que termine la carrera. Otra vez ese maldito trece. Siento flojera en el estómago. Dick Seaman conduce en cabeza..., cincuenta metros por delante de Hermann Lang. los automóviles se hacercan a la curva de La Source. Un Belga ha hecho donación de un premio por valor de cien mil francos para el conductor que dé la vuelta más rápida al circuito. Y Dick, el recién casado, puede necesitar el dinero. A una velocidad de 220 kilómetros por hora rueda sobre el empapado asfalto.Ahí está la curva, Hermann Lang ve como Dick se abre hacia la izquierda. Naturalmente...El truco de encajar la rueda en los adoquines. Una locura, con este tiempo y esta endiablada velocidad...Dick lucha con su coche, se aferra al volante, no logra hacerse obedecer. “¡Maldita sea!”, piensa Lang, y oprime los frenos. “¡Maldita sea!...”
Luego todo se desarrolla en pocos segundos : el coche de Dick patina, gira sobre sí mismo, se sale de la carretera...Hay un crujido terrible, un choque violentísimo. ¡Se estrella de costado contra un árbol!Pero Lang ha pasado ya de largo. Por el espejo retrovisor ve como se eleva un rojizo esplendor de fuego. Aprieta los dientes...No, ahora no hay qie pendar en ello... Cuando Dick abre los ojos, se ve envuelto por las llamas.Un fuego abrasador muerde en su rostro. Se aferra desesperadamente al volante, pero el cierre de bayoneta no cede ni se abre. Está agarrotado.
-¡Auxilio!- grita Dick, loco de dolor- ¡Auxilio!
Después no oye ni ve nada más. Espantados, los hombres fijan sus ojos inmóviles en el coche incendiado, en la blanca figura atenazada tras el volante, que se retuerce desesperadamente y luego se derrumba, el vehículo puede explotar. Nadie se atreve a prestar ayuda. ¿Nadie?...
De pronto, dos hombres se lanzan hacia delante, dos oficiales belgas. Trepan por encima del seto divisor. Las llamas lanzan hacia ellos sus lenguas abrasadoras, chamuscan los vestidos, las manos, las cejas, los cabellos. Es igual . Está en juego una vida humana. Los oficiales agarran a Dick, le arrastran del coche, lo revuelcan en la tierra empapada de agua y apagan las llamas que chamuscan su overall. En aquel momento se oye el aullido de una sirena. La ambulancia se acerca a toda velocidad. Salta de ella un hombre, con un maletín en la mano : es el doctor Gläuser, médico de carreras de la Mercedes y de la Auto-Union.
El doctor Gläuser ha visto ya mucha sangre, mucho dolor, heridas espantosas, hombres moribundos. Pero lo que ahora ve no lo olvidará en todo el resto de sus días. La cara , el busto, la parte trasera de los muslos, casi dos tercios de la superfície del cuerpo de Dick Seaman están abrasados. Y este hombre destrozado ha vuelto a la plena consciencia y grita, enloquecido por el dolor.
El médico llena una jeringuilla de inyecciones y se la aplica a Dick en un costado. Los alaridos se tornan más débiles. Minutos después, una ambulancia rueda a toda velocidad hacia la clínica de Spa.Veo que Dick falta en la vuelta número 23. Veo también la señal que hace Lang, veo su cara palidísima; y sospecho todo lo ocurrido...
Momentos más tarde los altavoces anuncian : “El coche número 26 accidentado en la curva de La Source, e incendiado, el conductor está gravemente herido”.
¡La Source...!¡Es la curva situada en el kilómetro trece!
¡Ah, número tres veces maldito!
El presentimiento de Dick no le ha engañado...Mi deseo sería correr hacia allí; pero no puedo, ni debo abandonar mi puesto. Lang y Brauchitsch siguen en la carrera. Ellos me necesitan Y la competición prosigue, vuelta tras vuelta. Envío al lugar del accidente a Hans Geier, mi ayudante.
Después me vuelvo hacia Erika; por lo menos podré ayudarla un poco a ella. Pero veo como se la llevan de allí dos caballeros. Camina muy derecha, muy erguida. Quiere ser fuerte, ser valiente... “Pobre muchacha!”, pienso yo, conmovido. “¡Dios mío! ¿por qué ha de tocarles precisamente a estos dos chiquillos jóvenes y llenos de felicidad?”
Pero enseguida desconecto, detengo mis cronómetros, anoto los tiempos de las vueltas, levanto los tablones de señales, doy órdenes. No pienso, no siento. Soy como un autómata. Vuelta número 43: faltan aún dos para llegar a la meta.
Lang va delante de Hasse, el joven gigante de la Auto-Union, y de Manfred von Brauchitsch. Miro mi reloj. En cualquier instante puede pasar Lang por delante del box. Las tablas de señales están preparadas. Los segundos corren. Pero Lang no llega.
Cinco..., diez..., quince segundos. Me pongo a rezar para mis adentros...¡Que se trate de un defecto de los neumáticos, o de una avería en el motor, pero no de otro accidente, no de otro grave!...-¡Lista la escuadra de Lang!, aúllo para distraerme a mí y distraer a los otros.
¡Preparados los neumáticos y el repuesto de combustible!, y añado, en voz mucho más baja:
Que venga el conductor reserva...
-¡Allí viene!, Quien así ha gritado es Lydia Lang. Todos sentimos que se nos quita un peso de encima. Con el motor parado, Lang rueda hasta nosotros. Desde lejos, señala ya detrás de sí, al tanque de gasolina.¡Gracias a Dios! Se trata solamente de que se ha terminado el combustible. Cuando la pista está húmeda procuramos no cargar los depósitos a tope, porque el coche sobrecargado de peso en su parte trasera tiende aún más a patinar y a resbalar de costado en las curvas.
A plena presión, el combustible es inyectado en el tanque, Lang hace girar la llave del encendido y el coche se pone en marcha. Y en ese mismo momento...En ese momento hace “glubb, glubb”. Y todo torna al silencio.
¡Faltaba esto todavía! Las últimas gotas de gasolina que quedaban en el carburador no bastan para poner el motor en marcha.
-¡Desembraga!, aúllo yo. ¡Acciona la bomba!
Pero Lang sabe perfectamente lo que debe hacer. Aprieta como un loco el acelerador, una y otra vez, para aumentar la eficacia chupadora de la bomba de la gasolina. Suelta el embrague...y el coche rueda sin el menor ruido. Veinte metros, diez más; luego comienza una pequeña cuesta arriba. Y todo se acabó. Esto significa, literalmente, perder la carrera en el último minuto.
Se hace un postrer y desesperado intento.¡Y mira por donde resuena de pronto un sordo rugido, un bramar de 300 caballos, y Lang parte disparado! Apenas cuatro segundos más tarde cruza frente a nosotros Rudolf Hasse, con su Auto-Union.
Cuatro segundos son la diferencia que existe entre la victoria y la derrota...Hermann Lang gana el Gran Premio de Belgica de 1939. Manfred von Brauchitsch queda tercero, detrás de Hasse.Pero todo carece ya de importancia para mí. La carrera ha terminado, ahora no hay más que una cosa:-¡Al hospital!-le grito a Geier-.¡Corre todo lo que sea capaz este cacharro!La habitación 39 está en el primer piso.Huele a éter y a ácido fénico.Las cortinas están echadas.En un rincón, una vela arde ante un crucifijo. En el borde de la cama está sentada una monja. Se levanta cuando Erika y yo entramos en la habitación.
Allí está Dick. Su cabeza, su torso, los brazos y las manos están cubiertos por blancos vendajes.La mano de Erika se contrae convulsivamente sobre mi brazo.Siento como tiembla de pies a cabeza.Dick está consciente. En los ojos dilatados por el dolor alumbra el reconocimiento.
-Darling-murmura con voz apenas audible-.Que bien que estés aquí ya...Los dos permanecemos mudos, como paralizados. Yo fijo la mirada en la cara del doctor Gläuser. Es una máscara. Pero su boca está rodeada por pliegues tensos y profundos. Nuestro médico no se ha apartado ni un solo instante del lado de Dick, del lado de su amigo.
-Darling-dice de nuevo Dick-.Perdóname...Te habré asustado...mucho...¿verdad?Este muchacho magnífico, espléndido, dueño de sí a pesar de los agudísimos dolores...Aunque sin duda alguna sabe perfectamente cuán grave es su estado.
Erika estalla en sollozos, incapaz de pronunciar una sola palabra. Las lágrimas corren por sus mejillas.-Bueno...-Dick jadea; su aliento es cada vez más entrecortado-.Bueno...,esta tarde tendrás..., tendrás que ir al cine tú sola...
Un grito ahogado, un sollozo. Erika se tambalea. Es demasiado. La monja la toma del brazo y la conduce afuera con todo cuidado.Yo me acerco a la cama.
-Señor Neubauer...
-Hijo, digo yo con voz ronca, mi pobre, mi querido Dick...
Me siento junto a él.Entrecortadamente, en frases fragmentarias, me cuenta uan vez más como sucedió todo.Es la vieja, la eterna canción. La conozco de memoria, de otras mil carreras. La he podido presenciar en todos los momentos de mi vida, en todos los circuitos del mundo. Un conductor inicia por noventa y nueve vez una curva peligrosa, con toda astucia y finura, y al mismo tiempo con todo género de precauciones, con una velocidad dosificada al máximo. Y en la centésima vez que la toma quiere ser un poco más rápido, conseguir un tiempo mejor todavía en la vuelta;se acerca a la curva, la inicia con idéntica artimaña, pero aprieta un milímetro más, apenas el filo de un papel, sobre el acelerador...,y se precipita en brazos de la muerte.
Dick enmudece.Solo se percibe su aliento, su jadeo. Es el ronco jadear de un moribundo. Lo conozco muy bien, desde la guerra, lo he oído a otros hombres cuya vida estaba apagándose...El doctor Gläuser me hace una señal. Salgo fuera de la habitación, de puntillas, sigilosamente.
Nos sentamos en el desierto corredor. Pálida, anegada en llanto, abrumada, Erika Seaman;junto a ella Hans Geier, mi chófer, viejo corredor también, y luego un amigo inglés de Dick. He enviado a los demás a casa a nuestro hotel. Pero tampoco ellos pueden dormir. Sentados todos juntos, hablan en voz baja, llenos de opresiva congoja. Esta noche no hay fiesta para celebrar la victoria.En estos momentos , odio y maldigo a todas las carreras de este mundo, a todos los constructores, corredores, directores técnicos...Y el último a quien maldigo es precisamente a mi mismo. Pero ante todo y sobre todo, aborrezco y execro a los coches , a esos monstruos fríos, resplandecientes, desalmados, a los que a un tiempo amamos...y odiamos. Esos condenados cacharros, de los que nadiesale con vida cuando empiezan a arder.
Y es que los coches de carreras se construyen a medida. Deben sentar igual que un traje de un buen sastre. El conductor no debe resbalar ni desplazarse de su sitio ni un solo milímetro. Por ello , la forma del cuerpo de cada corredor es reproducida por un molde de arena y luego se diseña el asiento según esta forma exacta. Del mismo modo, con tiralíneas y compás, son adaptados y montados los pedales del embrague, el freno y el acelerador, adecuándolos a cada corredor con precisión milimétrica. Así también se instala y fija el volante.En un coche de carreras moderno, se siente uno como dentro de una jaula demasiado estrecha. Todo espacio libre está aprovechado hasta el último milímetro.
No se puede montar o descender sin soltar previamente el aro del volante. Para ello, basta con un solo toque de la mano...pero, ¡ay si el cierre se ha doblado, agarrotado o roto en algún vuelco, y no es posible abrirlo! En este caso, el automóvil rodeado hasta ese instante por el júbilo y la admiración, se convierte en un homicida, como en el caso de Dick Seaman...Seguimos esperando en el corredor del hospital de Spa. Dan las diez, las once de la noche. Dick está inconsciente. Las pulsaciones se tornan más y más irregulares. ¿Podrá resistir esta noche? Nuestro médico, el doctor Gläuser, no le deja ni un solo momento.
Muy poco después de la medianoche, apenas iniciado el día 26 de junio de 1939, el doctor Gläuser sale de la habitación del paciente, pálido y trémulo. Nos levantamos todos, y fijamos en él nuestras miradas, mudos, llenos de ansiedad, llenos de angustia.
El doctor Gläuser parece como si no nos viese. Mueve apenas los labios. Y escucho sólo estas palabras:-Todo ha terminado.
Después echa a andar por el interminable corredor, lentamente, casi maquinalmente. Sus pasos resuenan, duros, contra el linóleum.
Yo sostengo entre mis brazos a Erika Seaman, la sostengo firmemente. Ella llora muda, silenciosamente. Yo sólo puedo sostenerla, pero soy incapaz de decirle una sola palabra de consuelo. Porque yo también estoy llorando por John Richard Beatie Seaman, mi amigo. Y no me avergüenzo de mis lágrimas
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